conversación.
(Del lat. conversatĭo, -ōnis).
La entrega implícita que existe entre los participantes de una
conversación es un vínculo único. Escuchar o leer es un acto de
entrega, siempre que se asuma que las palabras del interlocutor van
cargadas de valor.
Los cambios de ritmo al pronunciar o escribir, el ir y venir de la
metainformación contenida en cada idea, el cambio de tonos, el uso
de temas, la modificación de registros. Todo provoca un vaíven
frenético que afecta desde el interior.
Asumir lo mejor del interlocutor es muy importante, y no sólo
atender a lo que dice o escribe, tomar todo aquello que te enganchó y así
poder integrarlo al universo propio. La sorpresa viene cuando te das
cuenta que obviamente no lo sabes todo, que tu capacidad de aprender
está intacta y lista para reactivarse, que no toda conversación es
un festival de familiaridades y lugares comunes.
Al entablar una conversación se está a la mitad de un proceso creativo y algo emerge de la entrega mutua. Un complejo
monstruo con dos o más céfalos que comparten el mismo cuerpo. Ese
cuerpo es la conversación misma.
Las prerrogativas: No perderse en el laberinto de lo que se está
aportando, mantener el equilibrio (¿o debería decir la fuerza?)
necesario para no perder el control y la sabiduría para no penetrar
demasiado en el discurso interlocutor sin permitir que los mecanismo
de defensa propios se vulneren. Lo más importante, siempre estar
preparado para las sorpresas.
Y aunque se trate sólo de palabras, en una conversación hay ritmo, hay música, hay
electricidad. No sé si sea coincidencia o simple sugestión pero escribir esto me recordó a otra situación -sólo que esta con origen mucho más animal- donde también hay intercambio, hay ritmo, hay música y sobre todo, hay electricidad. Un acto de entrega.