Leyendo, no escribiendo

Comencé el año leyendo, no escribiendo; entonces me parece una sabia decisión transcribir una columna salida de la pluma de Umberto Eco (escritor y filósofo italiano) uno de mis Sátrapas favoritos del Colegio de Patafísica.


El mal y la estupidez 

por Umberto Eco

No sé si habrán tenido ustedes la posibilidad de escuchar en la televisión el comentario que concluye los anuncios de medicamentos: “Esto es un medicamento, lea las instrucciones, consulte con su farmacéutico”. 
Esta recomendación se pronuncia a velocidad supersónica y sería incomprensible si el pensamiento no corriera inmediatamente a esos papelitos que acompañan a todos los envases de píldoras o ungüentos, cuyos caracteres inaccesibles a los hipermétropes relatan densamente qué hay en el preparado, y añaden una lista preocupante de desventuras que pueden acaecer a quien lo use, desde picores anales hasta apoplejías, demencia precoz y colapso catastrófico del sistema inmune.

Es evidente el porqué de la escritura en caracteres tan pequeños de estas declaraciones: los usuarios tienen que ignorarlos, la lista de los efectos indeseados (que podría inducir a cualquier persona sensata a no usar tamaño remedio) sirve solo para evitar recursos legales en el caso de que, tras haber ingerido un antirreumático, uno dé con sus huesos bajo un tranvía, y el resto de las informaciones está ahí solo para los médicos y los farmacéuticos, aun admitiendo que tengan tiempo, ganas y bifocales para leerlos. 
Igualmente, están escritos en caracteres ilegibles todas las precisiones de las pólizas de seguros. Si el cliente las leyera, entendería que en el 99% de los casos el seguro no le cubre y se abstendría de firmarlo. Pero la información tiene que estar ahí, de modo que el cliente no pueda quejarse a posteriori.
Son cosas que sabemos, pero seguimos yendo a contratar un seguro o a la farmacia (más para no tentar a la suerte que otros motivos). Ahora bien, hay algunos mensajes que desearíamos que estuvieran escritos de forma clara y evidente también para los hipermétropes: por ejemplo, el valor del papel moneda. Si la diferencia entre el billete de 10 y el de 100 euros no quedara manifestada tanto por el color como por una cifra bien evidente (aunque para los dólares el color es siempre el verde y vale solo la cifra), las transacciones comerciales avanzarían a cámara lenta y requerirían de ojos de lince. 
En otra columna mía, expresaba yo el deseo de que, en los hoteles, la diferencia entre el champú y el gel de baño (que usamos cuando ya nos hemos desnudado hasta de las gafas) dejara de aclararse en caracteres subliminales, pero los hoteles siguen haciendo oídos sordos. Pues bien, ahora ha comenzado también la miniaturización de los billetes del tren.
No podemos no alegrarnos de las nuevas posibilidades que los ferrocarriles nos ofrecen para la reserva telefónica o en linea: reservas la plaza, pagas con la tarjeta de crédito y te llega a casa o por correo electrónico el billete, con el cual vas tranquilamente a instalarte en el tren sin tener que hacer colas en la taquilla. 
Pero veamos, ¿qué informaciones son fundamentales en un billete ferroviario? Yo diría que el lugar de salida, el destino, la hora de salida (la hora de llegada es optativa, total nunca será la indicada) y el número de vagón y de asiento. Y eso es todo, incluso el precio es secundario pues en efecto, ya lo has pagado.
Bien, les invito ahora a que observen la hoja que les ha llegado a través de Internet tras la reserva; se trata de dos hojas, pero digamos que la importante es la primera: se compone de 46 lineas con tipografía de 6 puntos (por lo tanto más pequeño que un prospecto farmacéutico), donde aparecen en cuerpo mayor solo las informaciones desechables es decir: su nombre y el numero de plazas (que es obviamente uno, excepto excursiones escolares o deportaciones en masa). 
Los datos que realmente necesitan ustedes (destino, hora y número de vagón y asiento) los encontrarán tras una minuciosa búsqueda (siempre que posean bifocales o lupa) y, naturalmente, no podrán localizarlos en el momento crucial, cuando estén buscando el andén y el vagón, corriendo, mientras el tren está a punto de salir. 
Nótese que, tratándose de un documento diseñado en la computadora central de los ferrocarriles, nada impediría reservar a los datos en cuestión un cuerpo mayor, o incluso (idea que rozaría la genialidad) poner las tres informaciones fatídicas (tipo: Milán-Roma, h. 10:00, vagón 1, asiento 11) en la cabecera de la hoja, como el titular de un periódico.  
Mientras yo me ocupo de futilidades, otros columnistas afrontan los grandes problemas de la teología y de la filosofía, tipo el problema del Bien y el Mal, y yo me pregunto, ante esas reflexiones profundas, si las mías no serán culpables concesiones al cotilleo cotidiano. 
Pero luego me doy cuenta de que el problema de la Estupidez tiene el mismo valor metafísico que el problema del Mal, o incluso más: porque podemos llegar a pensar (gnósticamente) que el mal alberga como posibilidad olvidada en el seno mismo de la Divinidad; pero la Divinidad no puede albergar o concebir la Estupidez y, por lo tanto, la mera presencia de los estúpidos en el Cosmos podría ser el testimonio de la Muerte de Dios.